Twinless | Reseña

Escrita por Danieska Espinosa
En una época en la que el cine independiente lucha por encontrar nuevas formas de contar historias ya contadas, James Sweeney se presenta como un narrador que no solo entiende las reglas del juego, sino que disfruta subvertirlas. Su más reciente película —escrita, dirigida y protagonizada por él mismo— fue una de las sorpresas más refrescantes del Sundance Film Festival de Cinépolis. Con una duración de 1 hora y 40 minutos, esta comedia impredecible y astutamente construida demuestra que el cine puede ser juguetón y al mismo tiempo profundamente humano. Desde los primeros minutos, queda claro que lo que estamos a punto de ver no se ajusta a las estructuras narrativas convencionales.

El guion de Sweeney es ágil, mordaz, pero lo más importante: es imprevisible. Hay algo casi anárquico en la forma en que la historia se desarrolla. No hay manera de que predigas lo que vas a ver en esta historia, y ese es precisamente su mayor triunfo. El humor no surge de situaciones forzadas ni de clichés reciclados, sino de una escritura que se atreve a romper con lo lineal. Las rupturas de tono, los cambios de ritmo, e incluso las disonancias emocionales funcionan aquí como parte del diseño. Lo que podría parecer errático en otra película, en manos de Sweeney se siente como una declaración de principios: el caos también puede ser honesto.
Sweeney no solo dirige, sino que protagoniza la película, y lo hace con una convicción que se nota desde cada línea que entrega hasta cada mirada que lanza a cámara. Hay una ironía autoconsciente en su actuación, como si el personaje supiera que está dentro de una historia que no puede controlar del todo, lo cual refuerza el tono meta-narrativo de la película.

Es una comedia, sí, pero también es un estudio sobre lo absurdo de tratar de controlar la narrativa de nuestras vidas. El casting de Dylan O’Brien es otro de los aciertos más notables de la cinta. O’Brien, que ha demostrado su versatilidad en papeles de acción y drama, ofrece aquí una interpretación rica en matices cómicos y emocionales. Podría haber sido un personaje secundario funcional o un simple alivio cómico, pero gracias a la química entre O’Brien y Sweeney, termina siendo el corazón palpitante de la historia.Aporta una calidez inesperada, una vulnerabilidad que contrasta con el tono frenético de muchas escenas. Su presencia equilibra el ritmo de la película, brindando momentos de pausa y reflexión en medio de la locura calculada del guion.
Una de las mayores fortalezas de esta película es su capacidad para hacer reír mientras plantea preguntas incómodas. ¿Qué significa realmente ser auténtico en una era donde todo es performativo? ¿Podemos confiar en nuestras propias versiones de la verdad? ¿Y qué papel juega la comedia en este escenario? Sweeney no busca respuestas fáciles. Al contrario, utiliza el humor como una especie de espejo distorsionado que revela más de lo que oculta. En ese sentido, su cine hereda algo del espíritu de Noah Baumbach o incluso de Greta Gerwig, pero con una energía propia, menos interesada en el realismo emocional y más centrada en la desorientación contemporánea.

En última instancia, la nueva película de James Sweeney es una especie de ópera cómica sin partitura fija, donde las reglas del juego cambian con cada acto. Es una obra que celebra la libertad creativa y el riesgo, y que invita al espectador a rendirse al desconcierto con una sonrisa. No todos los días aparece una película que se atreve a decirle al espectador: “No intentes entender esto, solo siéntelo”. Y cuando lo hace, es difícil no rendirse a su encanto.